Con ser el agua vital para la vida humana, planetaria, existencial; sustento imprescindible para todas las funciones relacionadas con la subsistencia, no lo es como soporte de lo que en ella se desarrolla. Quiero decir que su estructura amorfa, su consistencia informe, hacen necesario la firmeza de una estructura sólida y resistente que contenga las otras funciones, incluso aquella que la alberga para poder darle el uso para la que está destinada, por ejemplo, la firmeza del recipiente que lo contiene.
Pero no es esta una clase de química, o física, sino más bien la introducción a un concepto que proviene, en lo simbólico, de esas características casi intangibles. Concepto del que se sirvió Zygmunt Bauman para caracterizar las relaciones humanas en este siglo que estamos viviendo.
Nos habló larga y brillantemente del Amor líquido, y nos planteó allí la inconsistencia de un sentimiento que, basado en una emoción sustancial al ser humano, se había ido desplazando por los andariveles del romanticismo hacia relaciones vacuas, carentes de la solidez suficiente como para servir de proyecto de vida; de cimiento sobre el construir el edificio de una convivencia que complete la socialización y cumpla con la búsqueda de la plenitud.
Se refiere, en su análisis de este fenómeno del comportamiento, a la frivolidad, la superficialidad con que se relacionan los seres humanos, y sus consecuencias en vínculos descartables, insustanciales, incapaces de soportar las necesidades más elementales de cariño, comprensión, compañerismo, ayuda; sometidos a intereses individualistas donde, el otro no es más que un mero intermediario de ambiciones personales, un medio para arribar a un fin incierto, plagado de deseos infantiles frustrados y sueños incompletos.
Este viejo profesor de sociología, elaboró mucho material acerca de la fragilidad de los vínculos humanos; disertó e hizo llegar su voz hasta donde quisieran escucharlo, denunciando en sus libros La modernidad líquida, La sociedad sitiada, Vidas desperdiciadas, y tantísimos otros, cómo la llamada globalización fue socavando los cimientos de la sociedad y transformando al individuo en una máquina de consumo, egoísta y egocéntrico, hasta hacer desaparecer los lazos que nos constituyeron como sociedad humana, la más frágil del sistema viviente, pero que supo persistir y sobrevivir gracias a esos vínculos.
La amistad, iba a titularse este ensayo que están leyendo. Y la idea original que lo guiaba era analizar, y por corregir, el deterioro creciente que se fue instalando en la conexión libre de individuos que, sin lazos de sangre, compromisos contractuales, obligaciones establecidas, deciden compartir algo tan “intrascendente” como el tiempo, las aficiones, intereses y preocupaciones, conjuntamente, sin que medie entre ellos más que el deseo de hacerlo, y no haya objetivos ni logros predeterminados que los convoquen.
Sin embargo, también esta unión fue atacada, igual que el amor, la política, las instituciones, y la cultura en general, por el virus del capitalismo que inoculó su filosofía del individualismo, la ambición y la codicia supremas que la está disolviendo. Valores como la lealtad, la solidaridad, y el compromiso han pasado a ser meros conceptos arcaicos, en desuso; testimonios apenas de una época en la que aún luchaban por emerger, en una cultura que empezaba a sacudirse tiempos de oprobio, oscurantismo y vergüenza.
Que quedó de aquel estrechón de manos; de aquella palabra comprometida, de aquel “contá conmigo”, que sellaba contratos implícitos; los silencios sobreentendidos y las compañías silenciosas testimonio del ¡aquí estoy! Se han convertido en palabras huecas, en emoticones, frases copiadas y pegadas que han perdido hasta la pretensión de penetrar en el interior mismo del dolor, o del consuelo, y lejos de ellos obligar a una respuesta igual de vacía, formal; porque un silencio no cómplice como contestación, o una palabra que señale su futilidad, pueden convertir al afligido en verdugo y desagradecido, en paradójicamente ofendido al “amigo solícito” que acude en nuestro auxilio.
Así las cosas.
Y así nos vamos deslizando insensiblemente hacia una comunidad de entidades aisladas; preocupadas solo por nuestro pequeño mundo ficticio hecho de deseos de otros que nos convencen de lo que necesitamos.
Con seguridad el coronavirus del SARS existe, enferma y mata; y esta pandemia, su crecimiento imparable, y el lugar llamado a ocupar en las enfermedades crónicas que “regulan el crecimiento humano”, no admite la menor discusión.
También es cierto que su origen, y el uso político que de él se está haciendo, seguirán ocupando nuestras cabezas porque para ello fue creado y recreado por los infames y procaces; aunque también para acelerar la limpieza social que necesitan los administradores de riquezas que dominan el mundo. Pero hay algo que tal vez, aún no hemos entendido, y es nuestra responsabilidad en esta realidad. Nos sonaban lejanas las bombas de las guerras nucleares que amenazaban la vida planetaria.
También el cambio climático que se cierne sobre el equilibrio de un planeta que empieza a envejecer prematuramente, aunque le queden unos millones de años de existencia, no necesariamente con nosotros en él.
Pero este miembro de la familia corona que decide colonizarnos, como otras reales coronas que lo hicieron antes, no vienen más que a interpelarnos sobre ¿qué estamos haciendo de la vida?; cuánto estamos dispuestos a ceder, o renunciar, haciéndonos cargo de los errores de diseño con el que inventamos esta existencia artificial a la que llamamos realidad, negándonos obcecadamente, una y otra vez, a admitir en ella algo diferente a la razón que nos domina, y por consiguiente la única lógica que somos capaces de admitir: la modernidad, la explotación desmedida, el crecimiento ilimitado, la acumulación infinita, la vida eterna en síntesis.
Empecemos por la autenticidad en nuestras relaciones y la de nosotros mismos, ¿Qué les parece?
*Dr. Carlos Nieto
Oga Cultura y Transformación