“Lo importante es saber atravesar el fuego”
Heinrich Karl Bukowski
Desde este pensamiento profundamente atravesado por el “realismo sucio”, este escritor y poeta alemán, nos invitaba a despojarnos de toda la escenografía fatua impuesta por la cultura dominante, y, una vez desgajados de abalorios y falsos dioses; desnudos y virginales, enfrentarnos a la verdad esencial que nos habita, y autentificada nuestra existencia, terminar reconociendo los auténticos dioses que, por nosotros mismos, siempre hemos sido.
Atravesar la soledad, el amor, la fantasía, y más allá encontrarse solo frente a sí mismo, pudiendo compartir desde allí, entonces, con el otro ese horror vacui que constituye la realidad sin aditamento ninguno.
Hemos ido convirtiendo tópicos en verdades absolutas, e irrefutables, que enmascaran todas las incertidumbres y misterios que componen la vida. Y también la enriquecen en la versatilidad de la existencia. Aunque en tantas ocasiones nos atormenten y nos hagan perder la conciencia de saber que también nosotros, somos polvo de estrellas, como dicen los poetas.
Hemos intentado adaptar la realidad a lo que pensamos y deseamos; sin detenernos siquiera a reconocer la parte insignificante que somos, en el concierto universal del que formamos parte. Y solo catástrofes naturales y humanas, como reajustes del planeta, guerras, y pandemias, parecen resituarnos en nuestra verdadera fragilidad y el papel que jugamos en este juego general del universo y de la vida.
Desmontar ese decorado de cartón piedra, parece estar siendo la única alternativa que nos va quedando para reencontrarnos con la creación a la que pertenecemos, y que hemos utilizado desatinadamente hasta el absurdo de pretender destruirla sintiéndola nuestra enemiga. Como si todo se redujera a “ella o nosotros”.
Usamos al otro como complemento de carencias propias; pretendiendo el protagonista necesario de nuestra plenitud. Hacerlo responsable de una felicidad dibujada por los estereotipos occidentales; y que sin responder a esas expectativas, convertirlo en el responsable de nuestra desgracia. En pérfido enemigo al que destruir, o compadecer, si no acabamos transformándolo en la víctima que, en realidad somos nosotros mismos. Si esto ocurriera, como indican las circunstancias que estamos viviendo, entonces estaremos corriendo en círculos inacabables de los que nunca sabremos salir.
Atravesar el amor para superar el egoísmo narcisista del goce, en el que el otro es un mero objeto al servicio de las necesidades infantiles que nunca nos han abandonado; porque nos sentimos en deuda con la vivencia de “aquel paraíso perdido” que nos remite al mismo origen misterioso de la vida.
Inventamos el romanticismo como respuesta al racionalismo de la ilustración que amenazaba dejarnos “huérfanos de alma”; y de los arcanos que jamás podremos resolver, y nos condenaban al racionalismo materialista, a vivir sin verdades absolutas e incertidumbres perennes.
Y sin darnos cuenta, este pensamiento, penetró nuestra identidad, esa que siempre estamos construyendo, y nos fracturó dejándonos expuestos a un idealismo contrapuesto al mundo auténtico que habitamos.
Ese mismo romanticismo que justifica tanto el placer como el dolor; la vida como la muerte, y nos encarcela y ciega a conductas estereotipadas y sin sentido, capaces de explicar los actos más abyectos, las mentiras más ingenuas, o las hipocresías más inasumibles en cualquier otra circunstancia.
Penetrar el dolor hasta descubrir todos los gritos callados que contiene; toda la rabia contenida que en el cuerpo se manifiesta, cuando el placer se ausenta y nos deja inermes, expuestos y vulnerables, sometidos entonces solo al auxilio de ciencias que tan solo podrán acallarlo, al precio del fracaso o de la postergación hasta….que seamos capaces de tomar las decisiones correctas que lo resuelvan.
Postergamos, o encarcelamos la vida en post de expectativas que creemos propias, o respondiendo a lo que se espera de nosotros. Ahogamos los anhelos en la ciénaga del éxito, la complacencia, o el reconocimiento transformado en permiso para vivir, aceptado y normalizado por los cánones por los cuales estamos incluidos en la sociedad. O nos marginan a los bordes mismos del sistema. Y eso duele, quema, desde la sordidez errante que encuentra en el síntoma la voz que lo amplifique, que lo haga visible y atendible antes de la mismísima locura.
Traspasar la “sensata cordura” hasta el límite mismo, y reconocer los nudos en los que vivimos atrapados, como peces boqueando en las redes de la normalidad que nos legitima y autoriza; salvoconducto y pase libre a la uniformidad en la que se pierden los matices y nos visten de masa acrítica e impensante.
Porque la locura manicomial, esa otra, es el último escape que nos deja el sistema, para quedar colgados entre dimensiones que se superponen e impiden la plenitud de la existencia; esa que nos neutraliza y a ellos los empodera convirtiendo su sueño de amos del mundo.
Muerte social y racional sin tumbas ni lápidas; despojos humanos dignos de laboratorios farmacológicos o quirúrgicos de experimentación, como en aquellas trágicas épocas a las que solo el recuerdo grabó en la memoria, y que la razón de los poderosos niega.
Que la fantasía deje de ser el espejismo que enmascare la realidad, y se convierta en la tesis sobre la que edificar los pilares que nos devuelvan a la Pacha Mama, reconstruirnos en la nobleza de sus hijos venerados y masacrados por el conquistador; como constructores del mundo digno en el que nos merecemos vivir.
Que los sueños sigan cumpliendo su destino de ser la fuerza impulsora y conductora de ese mundo; y compartiendo lugar junto a la utopía, nos recuperen del delirio mediocre al que nos empuja el mandato por un planeta donde el hombre sólo ocupa el lugar de productor y consumista, o peor ser el propio lobo del hombre.
Ya no se trata más de perder la conciencia en las noches anónimas de un bar; en un zanjón mugriento donde siluetas como zombies, buscan paraísos perdidos, que la vida les roba en cada amanecer. O frente a una máquina hipnotizante que nos muestra realidades de ficción transportando nuestras almas y dejando los cuerpos pudrirse entre mentiras que jamás podremos experimentar.
En violencias construidas por paradigmas patriarcales que basan en la guerra y la violencia la identidad de su protagonismo en el mundo; en la obediencia a dogmas espirituales institucionales, fuegos fatuos políticos, que están en la base del pantano donde se hunde la sociedad.
No se trata de seguir buscando desesperadamente en el enjambre de los grandes hormigueros urbanos, almas gemelas donde depositar nuestras larvas de miedo, de dolor, de sufrimiento, de frustración sabiendo que, fecundadas en esas soledades compartidas, se transformarán en los gusanos que seguirán colonizando el mundo, hasta que el planeta estalle, y el fin vuelva a ser otro inicio.
Tampoco se trata de depositar en el ilusionismo, en una existencia superior, o en la sabiduría de la naturaleza las soluciones llamadas a proporcionarnos ese futuro luminoso que pretendemos. El realismo mágico es una invención que representa nuestra impotencia y una derivación de responsabilidades por las imperfecciones, errores y omisiones de las que estamos hechos; reconocerlas y transformarlas es la tarea que nos compete, y nadie ni nada acudirán a sustituirnos en ella.
Sobreponernos a ellos reconociendo que la cultura creada fue solo un guion que nos orientó y permitió llegar hasta aquí; pero que a partir de ahora puede destruirnos; y aplicar las experiencias y aprendizajes vividos atreviéndonos a reinventar este modelo ya extinguido, aunque sus paradigmas sigan, más por miedo que por encantamiento, imponiendo la caducidad de sus planteos y nos continúen hechizando, terminaremos, probablemente estrellados, o precipitándonos al vacío, como en el mito de Ícaro intentado alcanzar el sol…
Lo importante es saber atravesar el fuego, nos dice Bukowski, y no quemarnos en él; antes de que el fuego eterno nos devuelva al estado original del que partimos: polvo cósmico
*Por Carlos Nieto
Oga, Cultura y Transformación