En el libro “Bueno Aires es Leyenda 3”, los escritores Guillermo Barrantes y Víctor Coviello relataron una historia en la cual aseguran dar a conocer el porqué algunos dejaron de escribir la I en Versailles.
Aquí la última de las tres entregas de este cuento:
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Investigaciones acerca del universo (aunque muchos lo conocen con el nombre más general de Historia natural) fue escrito hace mucho tiempo por Plinio el Viejo (27-79 d.C.). Sólo conseguimos unas cuántas páginas amarillentas y olorosas. Sí, olorosas, como si el mismo «Satanás» las hubiera hojeado dejando su «firma aromática» en ellas. Nos sentamos en uno de los bancos de la plaza Ciudad de Banff, con nuestro «hallazgo a medias» dentro de un folio. Eran las siete de la tarde. Pasaríamos la noche en la plaza, estudiando aquellas páginas, rogando que lo que buscábamos no estuviera en las hojas restantes. Aquella sería noche de luna llena.
Estábamos bien abrigados y habíamos llevado dos buenas linternas y pilas de recambio. Ante la escasez de balas de plata en el mercado, uno de nosotros cobijaba, en el bolsillo interno del saco, un cuchillo con un crucifijo en el mango, regalo de cierto entrevistado en una vieja investigación. De todas maneras, nuestra idea era, una vez leídas las páginas del libro, quedamos despiertos toda la noche. A lo sumo, si el cansancio nos ganaba, turnamos para dormir. Siempre uno alerta. Ante la mínima amenaza estaríamos prestos a huir. A las 21 ya no quedaba nadie en la plaza.
Llevábamos leído un cuarto de manuscrito y nada. A la hora y media agradecimos el haber llevado dos linternas: una de ellas dejó de funcionar y, por más que le cambiamos las pilas, ya no prendió. El silencio fue casi absoluto hasta pasadas las 23, cuando nos llegó un extraño silbido, como el de un globo desinflándose. Eso sí, el globo debería ser enorme, pues el silbido no se detenía. Seguimos leyendo a la luz de la linterna que nos quedaba. A cinco minutos de la medianoche, y con el ininterrumpido rechiflar de fondo, lo encontramos.
En el Libro VIII, donde se describen animales terrestres, leímos: «Podemos creer que es mentira que los hombres puedan transformarse en lobos y volver nuevamente a sus antiguas formas o, de lo contrario, darles crédito a todos esos relatos que, durante tanto tiempo, nos han parecido meras y fabulosas falsedades. Pero a tal punto esa opinión fue la primera y llegó a instalarse tan firmemente que, cuando le dedicamos a un hombre las palabras más oprobiosas le decimos que es un versipelles». Allí estaba la palabra, entonces, utilizada, según Plinio el Viejo, como una especie de sinónimo de «hombrelobo», aunque en realidad, según confirmaríamos luego, su significado original abarcaría a todo aquello que cambia de forma. ¿Habrían utilizado este término los primeros habitantes del barrio para darle un nombre al mismo y para advertir a su vez que aquella era tierra de lobisones? La teoría de «Satanás» no se opone a la versión oficial que asegura que el Doctor José Guerrico, médico del Ferrocarril del Oeste, enamorado del Palacio de Versailles, sugiere ese mismo nombre para aquella nueva estación más allá de Villa Luro; sino que propone pensar en este nombramiento más como si fuera un reemplazo de designación que como si se tratara de un bautismo original.
No sabemos bien en qué momento nos quedamos dormidos, pero ambos nos despertamos con la sensación de que algo nos laceraba los tobillos… ¡las pezuñas, los colmillos de la bestia! Era de día. Las pezuñas eran un bastón, la bestia era un anciano que aullaba: —¡Vagos! ¡Asquerosos! —el abuelo no dejaba de golpearnos con su bastón —. ¡Que esta plaza no se hizo para el cachondeo de homosexuales como ustedes! ¡Vayan a una pensión de mala muerte si no tienen plata para un hotel, pero no jodan la vida de la gente normal! Escapamos al trote de aquel apaleamiento, todavía mareados, desorientados por el repentino y violento despertar. Sin saber bien cómo, terminamos en el mismo bar donde habíamos entrevistado a «Satanás». Encargamos dos desayunos… y entonces nos dimos cuenta: ¡el manuscrito de Plinio el Viejo! Nos habíamos olvidado de él, víctimas de aquel impetuoso despertar.
Lo habíamos dejado atrás, en el banco de la plaza. Pero sucedió que uno de nosotros palpó instintivamente su abrigo y descubrió el incompleto libro en uno de sus bolsillos. Ninguno de los dos recordaba haberlo guardado allí. De entre sus ajadas hojas cayó algo. Lo levantamos del piso. Era un naipe. Como los de Tarot, pero diferente. El reverso estaba escrito. Rezaba: «Esta noche se salvaron. Estamos muy apuradas».
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FIN