Retorno al origen*

La ontogenia, «el origen del ser», aquello en lo que siempre nos mostramos preocupados desde la filosofía, la religión, la antropología, y tantas otras disciplinas, la medicina lo tomó como algo mucho más simple: analizar cómo y porqué se forma un ser humano, y se comporta como tal; es decir lo que conocemos como embriogénesis. Pero no es de ella que trataremos, sino de respuestas más complejas.

En estos momentos, cuando los seres humanos nos encontramos vapuleados por una plaga similar a las que diezmó la humanidad en siglos anteriores, el carácter filosófico o religioso del peligro, queda relegado a la supervivencia por la que, en poco tiempo, estaremos luchando.

Ontogénicamente hemos ido perdiendo los rasgos que nos constituyeron humanos: la solidaridad, la cooperación, la compasión, la benevolencia; el sentido de la supervivencia, y de los límites que tenemos que respetar a sabiendas de que el lugar que ocupamos en el concierto general de la vida, es acotado al sentido que a ella le damos. Muy lejos de la omnipotencia, la ampulosidad, y la soberbia que nos han llevado a creernos los reyes de la creación toda.

Aunque, y otra vez más, las enfermedades nos demuestran la fragilidad de nuestro organismo; las plagas, o los fenómenos naturales marcan nuestras fronteras con la muerte. Las propias aberrantes conductas humanas vinculadas a las guerras, la codicia, y ambiciones desmedidas, cometan genocidios y holocaustos, no parecemos aprender, y tropezamos una y otra vez con la misma piedra, no hay muchas señales que resistan a la (des) inteligencia que suponemos tener.

No obstante, hemos ido aprendiendo. E incorporando y modificando nuestro organismo en base a informaciones adquiridas filogénicamente, es decir en el intercambio realizado con otras especies que nos acompañan en esta aventura sobre el planeta, nuestra adaptación ha ido ganando batallas contra las adversidades, siendo cierto que ganamos cantidad de vida, aunque más incierto su correlación con calidad de ella. 

No todas las suficientes y deseables adquisiciones, es cierto. Valores como la lealtad, la confianza, el agradecimiento. El desinterés, y hasta el afecto y compromiso de muchos de ellos, en nuestro diseño de vida y comportamientos, apenas han quedado para llenar pocas definiciones de diccionarios inconsultos, como palabras moribundas o anacrónicas que nada dicen de las conductas que nos caracterizan en la actualidad.

Algunas otras “ganancias adquiridas”, las hemos traducido al lenguaje que nos domina, que es el del dinero, y podemos ser “ágiles como un lince”, o tener “vista de águila”, y ser “rápidos como una serpiente”, pero, eso sí “para los negocios”, para la acumulación y la ostentación de logros, y siempre en detrimento de la víctima, que en este caso será el derrotado por las carencias alimenticias, sociales, y educativas que lo marginan, lo expulsan, al costado de la estructura social en la que viven, y conviven al lado nuestro.

El retorno al origen no quiere decir a la época de las cavernas. Como tampoco decrecimiento se refiere a volver al telar, el acarreo de agua del pozo, o la iluminación por velas y candiles.

Es el reconocimiento de aquellos valores que nos hicieron humanos; suficientes y necesarios para superar las peores épocas de la vida en el planeta y constituirnos en las sociedades modernas y confortables en las que vivimos, y merecemos seguir haciéndolo, pero para todos, y eliminando lo superfluo; aquello que hoy parece estar en el primer plano, y de lo que llegamos a depender como el agua y el aire que requiere nuestro organismo.

Reconociendo, eso sí, que en muchas cosas nos hemos equivocado, y entre ellas en el modo de comportarnos y relacionarnos entre nosotros y con nuestro entorno.

Forjamos aquellos valores imbuidos por necesidades reales; construimos colectividades sobre la base de carencias que ponían en riesgo nuestra existencia como tal.

Hoy las “necesidades” que mueven el mundo para los pocos que se han apropiado de él, dejaron de ser reales; aunque para las inmensas mayorías sean su apocalipsis. Y están dictaminadas por la avidez y la avaricia de los que  sienten ser dueños del mundo; sometidos a ellas, naturalizamos sus códigos, la crueldad de métodos, y legitimamos el horror, aunque sigan resonando en nuestro interior las rebeliones de esa ontogenia que está clamando por manifestarse. 

El camino que nos aguarda debemos caminar solos.

Las instituciones que hemos creado para nuestro bienestar: sanidad, gobierno, justicia, educación, han sido capturadas por bandas de insanos que sólo ven y sirven a sus intereses, indolentes al sufrimiento general.

La envergadura de la tarea tal vez sea similar a la de aquellos hombres y mujeres de las cavernas que, por necesidad, tuvieron que abandonar sus cuevas, la seguridad de sus territorios, y lanzarse a la aventura de vivir, para seguir existiendo.

No son los mismos elementos hostiles y peligrosos al que ellos se enfrentaron, y nos toca en esta etapa. Tal vez sean peores, y seguro que más crueles y destructivos; pero como a ellos, no nos van quedando alternativas, si queremos seguir vivos.

Reconstruir la organización social desde sus bases mismas se ha convertido en la única opción real; porque las reformas y modificaciones en las que hemos fracasado nos han colocado en un punto de no retorno, si queremos continuar formando parte de la vida en el planeta.

Todo lo que nos ha servido hasta ahora, ha caducado o lo hemos transformado en nuestro potro de torturas o de aniquilación.

Tenemos la imaginación y el deseo como aliados, e igual (o mayor si acaso) creatividad que nuestros predecesores. Aunque a diferencia de ellos hemos dejado expandirse en nuestro interior las zonas oscuras que nos habitan: envidia, codicia, competitividad, crueldad, etcétera.

Si ellos pudieron, ¿por qué nosotros no?

 

*Dr. Carlos Nieto

Oga Cultura y Transformación