Los límites y la libertad

No tiene límites si, no hay confines para el  decir, la expresión, más que el que emana de la capacidad, y la necesidad, de trasmitir las turbulentas y contradictorias sensaciones que habitan nuestra alma, bueno, el interior de cada uno, si les parece menos místico el término.

En ese decir va implícita toda la amplitud, el talento, y la responsabilidad de compartir con quien escucha esa pre-construcción que va a ir tomando forma en la palabra, esa que arma el pensamiento cuando sale de su espacio de intimidad, y reclama intervenir en la realidad exterior mostrándose, bien para modificarla o reforzarla, o simplemente nombrarla.

Si bien la expresión es un acto de riesgo al dejar de pertenecer al mundo privado y exponerse al parecer público, desdecirse, admitir la equivocación, arrepentirse, o insistir y reafirmarse en su verdad, es tan válido como el mismo acto de haber expuesto la razón que lo creó, por lo que la contingencia es ineludible.

Su único enemigo es el mutismo, atención, no el silencio significante, un lenguaje críptico que habla de otra manera, y marca una distancia personal que no debe ser invadida; sino esa reserva inexpugnable e inviolable que significa el no querer decir, no desear expresarse por no creerlo conveniente o no saber decirlo correctamente, o sentirse incomprendido nada más.

Expresarse es descubrir ideas.

Opinar, en cambio, es combatir por imperativos tenidos por verdades, generalmente ajenas, de las que la persona se erige en portavoz, en su defensora.

Eso, tan distinto es la opinión: Acción y efecto de formar un juicio, dado que opinio en latín, nos remite a juicio, pleito o querella que pone de manifiesto un desacuerdo tácito. Y aquí la cosa cambia; porque ateniéndonos a ello no es lo mismo decir algo que opinar sobre algo, es decir emitir un juicio.

Podría ser tomado como una sutileza, un juego de palabras, hasta que consideramos que formar un juicio contra algo o alguien, ya no es tan inocente como se podría entender; decretar algo parecido a un veredicto.

En un juicio se pone en entredicho la honorabilidad, la integridad de alguien, que aún, saliendo absuelto, no es poco el daño causado en las secuelas íntimas del culpado, incluso cuando obtenga su absolución pública.

Y en la opinión intervienen no el talento de quien forma ese juicio sino la influencia sobre él ejercida por las oscuras intenciones que confluyen en desprestigiar, vilipendiar y someter a escarnio público a quien, o a aquello, que se considera indigno de pertenecer a la misma colectividad. O al pensamiento dominante.

El enemigo de la opinión es la reflexión, porque la somete a una revisión interna y profunda antes de ser liberada y utilizada como arma destructiva contra quien no es tomado como un igual. Pero esto, lamentablemente es como el sentido común: el menos común de los sentidos.

Nadie puede callar un decir más que el propio emisor del pensamiento traducido a palabra; no se puede impedir hacerlo más que con la violencia, derecho de las bestias, que se suele decir. Sin embargo, se habla de la libertad de opinión como si fuese un derecho que no admite ningún límite, a sabiendas que los juicios, que ella maquilla, sí pueden poner en peligro la libertad de los que son condenados por ella.

Vivimos una vida tutelada. Primero por nuestros padres, después por las instituciones de una sociedad por nosotros creada, y que se convierte en controladora y represora de nosotros mismos, sus creadores. En esta realidad la propia libertad a la que aludimos con tanto énfasis, está custodiada y no poseemos el arbitrio de manejar sus límites. No sé si esto está tan bien; porque en boca de sus detractores se suele argumentar que, de lo contrario, todo sería un caos (anarquía), si solo la manejásemos con el criterio que nos hizo humanos: la razón.

Escuchamos con frecuencia que sin límites la libertad se transforma en libertinaje (¡menuda palabreja vinculada al exceso y placer!); como si no supiésemos auto regular nuestro comportamiento y necesitásemos de una autoridad (otro padre-estado) que nos lo imponga, porque un goce sin límites nos llevaría al infierno moral de una Sodoma y Gomorra, mas o menos. 

Sin embargo, elevamos la opinión a la categoría ética y honrada de un derecho inalienable; y es aquí que la libertad de expresión se convierte, por arte de magia, en libertad de opinión mezclándose y confundiendo expresión con opinión. Porque es cierto que uno expresa lo que siente, pero pocas veces opina lo que cree; el sentimiento que emerge del alma, del corazón, o de la psique, cualquiera que sea el hábitat donde resida, está conformado por las experiencias propias y los misterios inherentes a su condición intangible y sobrenatural.

El juicio preformado y emitido como opinión se basa, fundamentalmente, en las influencias, más o menos conscientes, con sus intenciones, más o menos honestas, de sumarnos al ejercito invisible de los que quieren dominar, y hacer de la libertad un arma arrojadiza en favor de sus privilegios.

¡¡Vade retro!!  A los herejes o diablos que osen poner en cuestión “tan sagrado precepto” democrático. Como mínimo aprendiz de dictador a quien, como el que suscribe, deje testimonio de tal blasfemia. Ni siquiera la vida es sagrada, es más que eso, es humana y como sus artífices, es solo a cada uno a quien le corresponde decidir por ella.

Pero no, señores, la palabra es un arma, y dirigida hacia cabezas no pensantes, se transforma en letal: lleva a la denigración, la cárcel y hasta el suicidio a sus víctimas, muchas veces solo culpables de haber sostenido verdades que ofendían a los poderosos.

Nuestro país, tan generoso en tantas cosas, como miserable en otras, puede dar sobradas muestras de esto; los ejemplos pónganlos ustedes, como un primer ejercicio de sensibilidad.

Tenemos demasiados mártires, muchos héroes anónimos e incontables masas de invisibles que cada día soportan la denigración y el desprecio en honor a su puta libertad y sagrada libertad de opinión.

En honor a ella no me excuso por el exabrupto.

Dr. Carlos Nieto
Oga Cultura y Transformación