Un objeto, una caja de bombones regalo de mi abuelo a la abuela en 1920 se convirtió con el paso del tiempo en un bien familiar. Posiblemente lo herede alguno de mis hijos.
El artesano que la fabricó la hizo de madera maciza, trabajada con mano de ebanista y pensada para que dure una eternidad, como se fabricaban casi todas las cosas antes cuando no se había impuesto la moda consumista del “se usa y se tira”.
Lo llamativo de esa caja es que se ha mudado de casas y de dueños sin perder su belleza. Por los cuidados recibidos ese cofre luce como nuevo.
Guarda recuerdos: cartas de amor que mi abuelo adolescente escribía con muchos errores por su falta de estudios, pero tan conmovedoras que no le era necesario saber de ortografía para enamorar.
El acróstico lleno de picardía que los amigos de mi padre hicieron con su nombre para la despedida de soltero.
Los pañuelos de batista que mi madre bordaba con los colores brillantes de los hilos Corona. Labores de cuando estudiaba corte y confección, capacitación necesaria para toda muchacha de su época.
Atesora también el rosario de cristal de roca que usamos mi hermana y yo para nuestras comuniones y que llevé para mi casamiento religioso. Mi hermana me lo cedió fácilmente porque desde hace años practica budismo. Al rosario me gusta mirarlo al sol porque el cristal de roca se descompone en un arco iris de colores.
La caja guarda también tarjetas de nacimientos e invitaciones de cumpleaños. Estampitas de bautismos, comuniones y defunciones.
Las de fallecimiento se han ido profanando, las más antiguas tienen impresa una oración, se suponía que se la rezaba recordando al difunto. Ahora las han lavado de palabras religiosas, solo son un recordatorio de la fecha y del lugar de entierro. No está la de mi padre.
Su decisión cuando aún vivía era que lo cremaran en lugar de darle cristiana sepultura. Nos hizo prometer a sus hijas que sus cenizas serían esparcidas por la cancha del club del que fue vitalicio, su amado Boca Juniors.
Para cumplirle el deseo nos anotamos en una visita guiada al club de la ribera. Escuchamos pacientemente al guia explicar lo que no nos interesaba que nos explique y ante un descuido de él y el contingente, nos alejamos del grupo como quien se queda mirando algo y papá voló enrareciendo el aire por unos instantes para ser pronto parte de ese pasto verde prolijamente cortado, el del campo de juego que como él vió sufrir y disfrutar, perder y ganar a su querido equipo. Fue una despedida tragicómica.
No estoy siendo fiel al decir que las estampitas de defunción están en ese cofre, me corrijo, estaban.
Tengo días melancólicos en los que voy en busca de recuerdos. Un día de esos se me ocurrió que no podían estar juntos el nacer y el morir y separe las estampas, desde entonces sólo quedan en la caja las de celebraciones.
Siempre fui afecta a las celebraciones. Me encanta hacer guirnaldas, preparar sorpresas, recibir invitados y que la casa se llene de familiares y amigos. Lo que más me gusta es respirar el tiempo de preparación para las fiestas.
De vez en cuando acaricio ese cofre como si fuera una niña necesitada de ternuras.
Cuando murió la abuela ninguno de sus hijos reclamó esa caja de bombones.
Creo que mis tíos sabían poco de su madre y no habrán querido a sus años enterarse de secretos. El tío Tito ya se había desilusionado bastante cuando le pidió la libreta de casamiento para hacer un trámite y la madre lo tuvo de un día para el otro y finalmente le dijo que la había perdido, siempre le quedó la duda ¿Estaban sus padres casados legalmente?
Ninguno tuvo la osadía de Pandora.
La primera vez que abrí esa caja se deslizaron por mis manos fotos tan antiguas que no reconocí a nadie con excepción de la abuela.
Mamá murió años antes que ella.
En la caja había un papel de servilleta doblado con el sello de los labios de mi madre, que después de pintarlos de carmín solía sacar el exceso de rouge de esa manera.
Abracé ese pequeño papel y agradecí a la abuela por haber guardado el beso de su hija en su caja de madera.