Hablando de la muerte*

Claro que nombrarla, o por mencionarla, no es que aparezca; a pesar que cuando éramos chicos, y no tanto, hacíamos los cuernos cuando pasaba delante nuestro un coche fúnebre. O nos persignábamos, si alguien la mentaba, y tapándonos los oídos gritábamos ¡¡no existe, no existe, mala, mala, mala!!

Horacio González ayer vivió su ultimo día, entre nosotros por lo menos; ya que en nuestro recuerdo, y agradecimiento,  permanecerá hasta siempre, porque si su sonrisa cálida, su palabra esclarecedora y sus pensamientos lúcidos han desaparecido, sus escritos seguirán siendo como un escalpelo debridando oscuridades, sondando misterios y dudas, guías en un mundo de recelos, mentiras, e inseguridades en el que estamos empeñados a insistir, así nos cueste la vida.

No, el desparramó las mieles del respeto y sembró la simiente, que seguirá germinando por generaciones, y contribuirá a poblar la tierra de hombres libres.

La muerte nos iguala, es cierto, tal vez sea lo único que puede hacerlo. Es lo único real, ya que el amor, su partenaire y compañera de verdades, esa gran dama que está a su derecha y que lo acompaña, a veces lo abraza en una fusión trágica; en otras lo abandona sumiendo a quien lo padece en una oscuridad parecida a ella, el amor, decía, también se está muriendo en un mundo indolente y sordo  Lo único real, sí; que siempre acude anunciando su visita o intempestivamente, indeseablemente, inesperadamente.

Horacio Gonzalez fue un hombre extraordinario, y sobre todo coherente hasta en sus incertidumbres.

Casi siempre se habla bien de los muertos, pero hablar de él, en este caso, es hacerlo con el dolor auténtico, la tristeza amarga, el respeto digno hacia esos hombres de verdad que sentimos que dejan un hueco irremplazable, porque no habrá ya nadie más que lo diga como él solía hacerlo; muchas veces enredado, confuso, de difícil comprensión, pero porque no se podía decir de otra manera. Porque el tema estaba siendo encarado por él como quien lo hace por primera vez, sin precedentes ni libreto previo.

No lo conocí mucho, y cuando de tiempo en tiempo nos veímos, me sonreía y me hablaba como si fuésemos grandes amigos, y en sus gestos disimulados se dibujaba la pregunta ¿quien sos?, ¿de donde nos conocemos?, yo me sonreía y desistía ya de recordárselo.

En la Biblioteca Nacional que dirigió pariéndola como un faro que recuperó la luz de la cultura. En el Teatro de la Cooperación cuando aparecía humildemente, como colándose en alguna presentación o disertación, improvisando un discurso a la medida del ponente. En Carta Abierta molestándose por el monólogo reiterado y egocéntrico de los disensores de siempre, que distraía y creaba más incomodidad que aportes a la concordia, y al el que él mismo se veía arrastrado en la impotencia de esa característica pedante, de la que tanto sabemos los porteños. En la Facultad y, tantos otros sitios por el que nos cruzaba la vida.

Era de esa clase rara de porteños que había logrado su propio antídoto. Nadie como él, te hacía sentir un igual; un amigo sin los amiguismos al uso, sin el pegoteamiento y la confianza , esa que da asco a veces, porque se transforma en irrespeto, manoseo y familiaridad que no se corresponden con el conocimiento que se tiene del otro.

Eso era lo que me pasaba con Horacio, y confieso que ahora me arrepiento de no haber propiciado mas ese vínculo. Me pasó con Gabo, al que nunca pude conocer personalmente, más allá de haberlo admirado a través de sus novelas; o con Eduardo Galeano que leyéndolo me sentí su amigo, su hermano, y en ocasiones un padre bueno y sabio que me ayudaba a resistir el desánimo y la decepción.

Titulé estas notas  Hablando de la muerte porque de ella estábamos conversando en un grupo de whatsapp cuando escuché una especie de entrevista que le estaban haciendo, ya fuera de Intensivos, y con perspectivas de salir del hospital. Entonces, días después su muerte me sorprendió; no me sorprendió la muerte, porque de lo que se trata es de reconocer en primera persona su existencia.

Vladimir Yankelevich habla de las tres muertes, o de las tres formas de presentarse: En 3ª Persona, es decir aquellas que ocurren sin casi siquiera enterarnos; sin nombres, sexo o nacionalidades, apenas números de una estadística que tan lejos sentimos estar incluídos. Estas muertes no nos interpelan, mas que tocarnos en la sensibilidad, si que aún no la hemos perdido.

Muertes en 2ª Persona, la de nuestros seres mas queridos, padres, hijos, amigos, personas que para nosotros son una referencia; entonces la desolación, la tristeza y la angustia irrumpen en nuestro presente, llegando a ser devastadoras cuando contraviene las leyes de la naturaleza y cerramos los ojos de quien debiera hacerlo con nosotros, nuestros hijos.

Y la muerte en 1ª Persona, inimaginable, impensable e inasumible, en tanto la angustia del final atraviesa cualquier defensa racional, y entonces solo nos queda negarla, sublimarla en realidades ficticias que nos eviten llegar a ese momento de forma consciente, incluso voluntaria cuando las circunstancias personales así lo establezcan.

Es lícito apelar a cualquier subterfugio que nos ayude a enfrentarla, por ejemplo apoyarnos en creencias espirituales o esotéricas que nos faciliten el tránsito, cuando este sobrevenga; no lo es negarla u ocultarla, porque su aparición anunciada nos sumirá en grandes depresiones, ansiedades incontrolables, o aflicciones que nos aproximen a la locura y la de quienes nos acompañen en esos momentos

En esas disquisiciones estábamos cuando Horacio González estaba empezando a partir de este mundo.

¡¡Que la tierra te sea leve, compañero!!

Con ser tristes, ser mi humilde homenaje a este que podría haber sido un gran amigo, estos pensamientos son también una catarsis; ese extraño mecanismo de ponerme, por un momento, en la piel de ese otro que nos abandona, y vivir mi propia muerte.

¿O será que yo también me estoy muriendo?

 

*Por el Dr. Carlos Nieto
Oga Cultura y Transformación