El espejo, los cuentos y los mitos*

En el hermético y encriptado lenguaje del espejo, de los cuentos fantásticos y los mitos, podríamos encontrar la respuesta a la peculiar y compleja personalidad de este pueblo “iluminado” por la soberbia y la pedantería; que lucimos orgullosos en cualquier lugar del mundo al que, por necesidad o placer, regalamos nuestra “casi divina presencia”; y, por supuesto en nuestra propia cueva, donde somos los Maradona, los Gardel, los Che Guevara.

Pero vayamos por parte.

A Narciso, según el mito, lo perdió el espejo, ya que fue el instrumento de su egocentrismo que lo condujo a perder la vida en las oscuras aguas de la presunción.

Y somos presuntuosos; opinólogos y especialistas en todo. Ejemplo de “inmaculados valores” que mostramos sin pudor buscando el reconocimiento del mundo, sin apenas considerar la posibilidad de error; de vernos el ombligo y reconocernos tan imperfectos como aquellos a los que ninguneamos, maltratamos y despreciamos, mientras envidiamos y adulamos a quienes siguen queriendo someternos. 

Tenemos grandes virtudes y méritos, ganados a partir de la genética y experiencia del mestizaje, y una historia rica en traiciones, patrioterismos, fusilamientos, entregas patrimoniales, dictaduras genocidas e ilustres campañas de masacres al bárbaro.

Hubiese sido deseable el reciclamiento de estas equivocaciones hasta convertirlas en sabiduría, pero…. indudablemente aún nos falta tiempo y madurez para ello.

Estos pensamientos autocríticos pudieran ser entendidos, por algunos como autoflagelación, conmiseración o victimismo. Aunque más allá de un poco de eso, podríamos entenderlos como el inevitable y auténtico punto de partida, sin el cual los cambios que pretendemos son mero maquillaje, un cambio de papel de embalaje que deja inmutable el contenido. Aquí también el ego infantil herido se resiste y contraataca, juzga y expulsa de las redes (cancela), excluye y maltrata.

Tal vez seamos el país con el mayor número de profesionales “psi” del mundo, pero creo que equivocamos el lado del diván donde deberíamos estar.

Somos tan impiadosamente críticos e intolerantes con los demás, como condescendientes con nosotros mismos; porque estamos convencidos que con gritos, descalificaciones y agresiones vamos acallar lo que sentimos por nosotros mismos. Recuerdo vagamente aquello de que “cuando uno acusa con el dedo índice, otros tres dedos nos apuntan”, es decir que deberíamos multiplicar por tres los fallos que adjudicamos al culpable y que no somos capaces de reconocer en nosotros mismos. 

La biblia, los mitos griegos, los cuentos de hadas, y cualquier otra ficción que nos hayan legado, desde el largo recorrido habido desde que nos constituimos en bípedos, han pretendido ilustrarnos, con más o menos metáforas, imaginación o construcciones fantásticas, sobre el pasado, el presente y hasta el futuro que nos aguarda, si repetimos mecánicamente las mismas conductas que, en su momento supusieron el fin de los tiempos, humanos o personales, ¿por qué entonces el final tendría que ser distinto?

No hubo, y probablemente no haya (salvo que el cambio climático se imponga), diluvio universal como el que nos relata la historia bíblica. Tampoco nos ahogaremos en las aguas de un lago enamorados de nuestra imagen. Ni resucitando a Homero podríamos escribir el presente de esta humanidad vencida por la vanidad de Aquiles, la traición, o la ira de los dioses, que hoy se derraman sobre el mundo amenazando nuestra continuidad en el planeta. Y menos seguiremos siendo los eternos niños de Peter Pan.

Son muchos los espejos que se nos ofrecen para mirarnos en profundidad y reconocernos en nuestras miserias, vanidades, y egoísmos. La imperfección del otro es la propia, mirada en el espejo de nuestra soberbia; la intolerancia con la que tratamos al semejante, es el miedo a que los excluidos seamos nosotros mismos.

Castigamos, ofendemos, maltratamos como mecanismo de defensa (fallido e injustificable, claro está) ante el “peligro” de ser víctimas del odio que alimentan quienes nos quieren divididos, por aquello de “divide y reinarás”.

Hemos recorrido un largo camino juntos, aunque separados por nuestras mezquindades, que nos unen a la vez que nos impiden sentirnos comunidad.

La unidad que nos proponen los vendedores de paraísos es ingenua, infantil y tan religiosa como poner la otra mejilla cuando el odio del otro necesite su catarsis.

Otra es la unidad que nos “salvará” del mismo final de los mitos y las leyendas; mucho más difícil y compleja.

Otra que requiere de algo que se nos ha ido quedando en el camino del individualismo y sobre la de aquello de “ama a tu prójimo como a ti mismo”, nos avanza hacia la solidaridad y el cuidado del otro, porque en su bienestar también estará asegurado el nuestro.

Tenemos que reconsiderar y resignificar todas y cada una de las bases sobre las que hemos construido esta sociedad de la que somos parte, y que nos representa.

La política en primer lugar; pero también las relaciones sociales, los afectos, las instituciones por nosotros y para nosotros creadas.

¿Qué valores educativos deseamos para nuestros hijos?, ¿seguiremos repitiendo esa educación para la competencia, el éxito y la gloria de los cinco minutos que enaltezcan la amada petulancia?

Si somos artífices de ellas; si las hemos construido olvidándonos de los orígenes desde los que provenimos; avergonzándonos de nuestro mestizaje, renegando de nuestra lengua y color, para terminar dándonos cuenta que jamás nos sentaran a su mesa ni convidarán a sus fiestas. ¿Quién puede impedirnos cambiarlas si nos perjudican?

Recordemos que la imagen que el espejo nos devuelve invierte la figura que refleja; que el dedo que acusa tiene otros tres que apuntan hacia quien juzga. Que la proyección es una manera de poner en el otro las propias vergüenzas.

Y que tal vez, si recuperamos la modestia, esa humildad que alguna vez tuvimos, antes de que nos colonizaran y destruyeran nuestras raíces, tal vez, decía, podamos empezar a hablarnos como iguales y entendernos en lo esencial, eso simple que es la base sobre la que construir comunidad. 

*Dr. Carlos Nieto 

Oga Cultura y Transformación