Compradora compulsiva* 

Si de comprar se trata debo decir que soy compradora compulsiva.

Mejor debería conjugarlo en pasado, fui una compradora compulsiva.

Y lo fui hasta el día que sucedió lo imprevisto e irreparable.

No sé si sucedió por una ley natural que impuso un corte abrupto a mi desenfrenado vicio de comprar o por un destino inexpugnable que no amerita la lógica del razonamiento.

Vivía en una casa donde mis compras exageradas no sé notaban. Había espacio para cualquier cosa que comprara, ya se tratara de adornos o cuadros siempre había un mueble donde depositarlo o una pared para colgarlo.

Y placares que cuanto más ropa compraba parecían agrandarse exhibiendo los espacios  sin llenar.

Ostentaba de mis compras como me encantaba invitar amigas para que elogiaran mi gran casa.

Puede decirse que era un ser un tanto despreciable.

Una noche estaba asomada al balcón de mi habitación mirando el cielo con pocas estrellas, y una luna juguetona que aparecía y desaparecía entre las nubes oscuras y espesas que presagiaban una tormenta inminente, cuando un potente rayo cayó sobre la casa al mismo tiempo que sentí un golpe de flecha en mi pecho.

Quedé reducida al tamaño de una mujercita de playmobil habitando una casa de muñecas.

Parte de los objetos y cuadros se desprendieron con el fuerte viento que soplaba y salieron despedidos por las pequeñas ventanas.

Se abrieron todas las puertas de la casa incluidas las de los placares y formando remolinos circulares mis prendas de vestir y mis calzados buscaron la calle.

En la cocina solo quedó una olla, dos platos y un tenedor de toda aquella vajilla de emperatriz que tenía.

Me alegré que una cama pequeñita hubiera quedado en pie porque me sentí cansada y dormí hasta el día siguiente.

Cuando desperté estaba en la habitación de una niña, dentro de su casa de muñecas.

Me tomó en sus manos, me sentó en una sillita del minúsculo comedor y jugó a darme de comer.

Aún tengo puesto mi suéter azul y los jeans que compré el día anterior al fenómeno del achicamiento. Y los tendré hasta que la niña decida comprarme otra ropa.

*Por Susana Martino