COCINANDO EMOCIONES

Llegaba de mi escuela primaria siempre con hambre, las galletitas y el mate cocido que nos servían en el recreo largo estaba tan caliente que para aprovechar el juego del elástico con mis compañeras, desistia de tomarlo y apurada masticaba las galletitas aunque sería más correcto decir que las tragaba sin reconocer si eran dulces o saladas .

Sin embargo ese olor a mate cocido humeante en las jarras que Aurora, la auxiliar, pasaba con su carrito de metal ,se ha impregnado en mi sentido olfativo y es una evocación de la escuela aún sin haberlo probado, el gusto no interviene en este recuerdo escolar. He pensado que es justamente el deseo insatisfecho de saborearlo en la niñez, lo que hace que ya adulta sea una adicta al mate.

Seguramente aquella niña sentía la disyuntiva entre tomar esa infusión o jugar. A lo largo de mi vida el jugar me sigue acompañando, no equivoqué esa elección .

Llegaba hambrienta a casa cada mediodía, la abuela tenía listo el almuerzo. En casa mamá y la abuela se complementaban, una limpiaba la casa y la otra cocinaba. Me doy cuenta mientras escribo que toda mi infancia comí comida de abuela. Hoy se promocionan productos con ese toque especial: hay dulce de leche de la abuela, la torta de la abuela, las medialunas del abuelo.

Si hubiera sido por mí al regresar del colegio entraba a casa e iba directamente a la cocina. Pero no, mi madre imponía una ceremonia previa, además del infaltable lavado de manos y con jabón porque veníamos de la calle, sacarnos el guardapolvo blanco de tablas anchas era todo un ritual. Mi hermana mayor lo hacía sola, a mis siete años mamá me ayudaba con los botones de atrás y el moño, yo desabotonada los puños que apretaban mis muñecas, heredado de mi hermana siempre las mangas me quedaban largas, y al quedar sueltas colgaban tapando mis manos, me divertía haciendo la fantasmita hasta que mamá  terminaba de sacarmelo. El delantal abotonado delante idéntico para ambos sexos fue un gran invento.

Los delantales se colgaban en perchas, y mi madre inspecciona si había alguna mancha para limpiarla porque al día siguiente debíamos lucir impecablemente. El mío por lo general  tenía alguna mancha de tinta, sacudía la sheaffer, lapicera con que aprendimos a escribir casi todos los niños de mi generación ( la Parker estaba reservada para los más pudientes). La sacudía cuando la tinta del cartucho azul lavable estaba por acabarse. Mamá me recriminaba: «otra vez no usaste el secante, mira que te lo digo mil veces». Qué felices son  los niños ahora que escriben con birome.

Mi pregunta apurada por el hambre era: ¿Puedo ir a comer? » Ahora sí», para mí estómago vacío era una bendición escuchar esas palabras.

Mientras la abuela servía en los platos abundante comida, tanta que casi no cabía en el plato ( ella no olvidaba la década del ’30 en que no tenía para comer), iba diciendo la receta acompañada con su frase: «coman todo porque tienen que crecer» Y hablaba de vitaminas y esas cosas que nunca entendí para qué servían pero eran letras A,B,C,D, desde entonces aprendí que las Letras me ayudarian a crecer. Y vaya si me ayudaron y me ayudan.

Como yo devoraba mientras los demás comían, esperaba que mi familia concluyera ,para comer juntos la fruta o algún postre casero, dibujando con el dedo en la ventana invadida por el vapor que despedían las cacerolas con los guisados exquisitos. Me encantaba hacer eso en invierno, tal vez comía rápido para hacerlo, pero casi nunca podía terminar mis dibujos porque servían el postre y mamá me enviaba a lavarme otra vez las manos, era un poco maniática de la limpieza.

Aquella cocina tenía azulejos celestes que como los verdes del baño eran vitrificados.

Con las ollas humeantes las gotitas de vapor se deslizaban por ellos. Concluído el almuerzo, y apagado el fuego, un trapo blanquísimo los secaba para que volvieran a brillar. 

También esos azulejos fueron hojas para que yo dibujara.

En verano era diferente, con la ventana abierta no se condensaba el agua en vapor, se me acababa la tinta para mis expresiones artísticas.

Entonces mi dedo realizaba dibujos en el aire, aprendí que no necesitaba ni pared ni ventana solo mi imaginación, nadie excepto yo los veía aunque se los contara.

A los mayores escuché tantas veces decir: » Está nena es muy fantasiosa», como si fuera algo peligroso o una enfermedad a curar. Ahora puedo decirles que sí, soy muy imaginativa, pero lejos de una enfermedad me ha salvado la vida como aquellas vitaminas de Letras que contaba la abuela .

Durante mi infancia, especialmente cuando hacía frío, camino a casa al salir de la escuela imaginaba que la abuela había hecho polenta.

Mi comida preferida. Polenta con bolognesa ,que se dice boloñesa, la abuela simplificaba «coman que es tuco y carne picada «, obviaba decir los ingredientes con que hacía el tuco porque si decía que utilizaba cebolla y ajo mi hermana no lo comía. Para qué explicarle que procesado no le quedaría el gusto fuerte en la boca, ella igual se hubiera negado a probarlo. La mente, nuestros pensamientos son más poderosos que la realidad misma.

Me gustaba (y me gusta) la polenta con mucho queso rallado, tanto que me decían que comía queso rallado con polenta y no a la inversa, el queso rallado es uno de los ingredientes que más uso, aunque cocino bastante poco, pero cuando lo hago les invento nombres a las comidas, no me resisto a mi propia fantasía. Una vez más le doy la razón a los mayores de mi familia.

El día que en casa se cocinaba polenta comíamos almuerzo y cena. Al mediodía más grumosa y liviana, algunos granitos con la salsa quedaban entre mis dientes que el cepillo barría dejándome sin ese saborcito poco antes adquirido. Pero había que lavarse los dientes después de cada comida, sino llegaríamos a viejas sin dientes como las brujas. Si  hubiera sabido que las brujas eran mujeres decididas y corajudas y no me hubieran asustado con ellas, tal vez no tendría la misma dentadura que tengo pero hubiera saboreado más tiempo las comidas.

Por la noche la polenta cambiaba de consistencia, esa transformación era mágica para mí, tomaba la forma rectangular de una fuente para horno, era como una tarta, se le colocaba cebolla rehogada doradita y muzzarella o queso mantecoso, según el precio de estos productos. Si se hacía después que papá cobraba su sueldo era muzzarella y a veces hasta fetas de jamón cocido le agregaban. La servían cortada en cuadrados, ese manjar se deshacía rápidamente en mi boca, el placer no era total porque escuchaba a mi hermana quejarse: «¿Por qué siempre le ponen cebolla?». «Porque sos la única a la que no le gusta, podés quitársela».

En esas comidas familiares, en aquella cocina convertida por nuestros intercambios en un laboratorio de filosofía de vida, aprendí: que nada se pierde todo se transforma, como la deliciosa polenta. Que hay que aceptar los diferentes gustos, y si una mayoría prefiere algo que no es de mi agrado lo sacó de mi plato pero no dejo de compartir, porque el recuerdo se construye con otros. Aunque aquellos cinco que compartimos esas comidas evoquemos las situaciones a nuestra manera.

También recuerdo que mamá y la abuela usaban delantales de cocina, una pequeña atado a la cintura y otra entera atada detrás del cuello además de la cintura. Por entonces las mujeres usaban ese accesorio, tengo uno en mi cocina con el gorro de chef haciendo juego, puro adorno.

Cuando llego del trabajo así como estoy, pero lavando muy bien mis manos con jabón, como si desde su nube me estuviera viendo mamá, improviso algo para la cena .

Hoy es mi día de suerte, es invierno. A mi hijo mayor y a mí nos gusta la polenta. Está  mañana me avisó que viene a cenar. Pase por el súper y compré Mágica la polenta que se hace en un minuto, Salsa Lista bolognesa y queso rallado, la bolsita de 250 gramos. 

Lo estoy esperando y mientras no llega estoy dibujando en la ventana de mi cocina porque el agua para echar la polenta cuando llegue, ya está hirviendo.