Carta desde el olvido*

El olvido es la muerte, querida amiga; y no lo estamos.

Tal vez, empujados por los malos vientos de la realidad, navegamos sin rumbo por las turbulentas aguas del presente; en peligro de naufragio, es cierto, pero resistiendo, aferrados a los sueños, utopías secretas que nos mantienen a flote.

No es lo mejor que nos puede pasar, ¿pero quien dijo que se puede elegir?.

La libertad, quimera que liberó esclavos, que enarboló estandartes contra la barbarie. En nombre de la cual triunfaron revoluciones, y fueron decapitados tiranos.

La Ítaca tras la cual consumimos la vida para terminar, solo a veces, recordando apenas el viaje; y eligiendo momentos, y protagonistas, para reconstruir desde ellos una obra que seguramente será de ficción, una escenografía de sueños siempre inconclusos,  pero  deseados.

Compañeros de aquellos viajes y muchas aventuras, que nos han acompañado, finamente  retocados con las cosas más bellas, harán desde el prodigio de la memoria nuestra vida más digna y bonita. A los otros los habremos borrado. Serán como los objetos inútiles que se acumulan entre bambalinas, en aquellos lugares que destinamos al olvido.

En esta catástrofe final, donde el polvo del derrumbe nos ciega. Cuando caminamos a tientas y toda referencia es virtual, inconsistente, transitoria; donde la palabra, la música, y hasta el pensamiento, se han convertido en un concierto infernal de ruidos y gritos atronadores.

Y la caricia es bofetada, puñetazo que sangra el alma e inflama el espíritu; cuando el abrazo ya no abraza, y la mirada es puñal hiriente que lacera la inocencia; y lo único que nos va quedando es la poesía, los colores inmutables del otoño, el canto de los pájaros, y el sonido del silencio en el rodar de las piedras en la corriente del río.

Y en el viento que va y viene jugando con las ramas, aunque a veces también las lastimase; sin nunca llegar a saber de su carrera y su destino.

Esas cosas perennes e invariables que nos preceden y permanecerán, aún, cuando ya no estemos para mirarlas, para describirlas tan torpemente, como en estas cuartillas borroneadas por la tristeza de la efímera existencia que vivimos.

Eso, lo inmutable, que dejará rastros de nuestro paso; que hablará de quienes fuimos y que hicimos en nuestro insignificante ciclo por la historia de este pedrusco que gira sin cesar hacia el final de los tiempos.

Eso es lo que permanecerá.

Entonces, tal vez, estemos preparados para entender el sentido de nuestra biografía.

Otros, los más, serán simientes, malas hierbas, testigos de la imperfección del mundo.

Carlos Nieto*