Soy médico; ni infectólogo, epidemiólogo, o sanitarista. Simplemente médico, y quiero opinar desde ese lugar; porque mis otras especialidades (que las tengo) no me sirven a los efectos de lo que quiero expresar.
En todo caso, mi largo recorrido hospitalario; las no menos extensas horas de consultorio, guardias, y los innumerables tratados leídos sobre la experiencia de nuestros maestros en el arte de entender y ayudar a los que en nosotros confían, apenas me han permitido construir este lugar desde donde pude recuperar la visión de aquellos “brujos circuncidadores, maestros de la vida y de la muerte, hacedores de las palabras mágicas que devuelven al héroe al campo de batalla, donde vencer al dragón, y rescatar a su amada”. Valga esta alegoría para resignificar el lugar en que estamos parado, verdadero o falso, los que pretendemos acompañar a nuestros semejantes en su deseo de vivir y disfrutar de la vida.
Hemos llegado hasta aquí atravesando calamidades, tiempos de bonanza; océanos de vastas soledades y áridos desiertos de incomunicación, odios tribales, y mezquindades abyectas. Y aquí estamos, enfrentándonos a un “enemigo” que es de nuestra propia creación; no porque lo hayamos gestado (o sí, vaya uno a saber los entresijos de la maldad del hombre de la mano del pensamiento dañino y ambicioso ) apoyado en nuestras pulsiones tanáticas inconscientes.
Aunque ninguna duda ya nos tiene que torturar al reconocer que lo hemos hecho todo para deteriorar el medio, y con ello nuestra relación con él, y entre nosotros mismos, hasta llegar a padecer lo que nuestros originarios dicen: “la Pachamama nos está castigando por nuestras malas acciones” -Hemos robado, hemos mentido, hemos sido perezosos-ama sua, ama quella, ama llulla-.
Esta pandemia es una réplica aumentada y corregida de las pestes que asolaron al viejo continente y que hoy las empezamos a considerar como un posible fin de la humanidad, aunque esta afirmación corra el riesgo de ser tomada como catastrofista o apocalíptica.
Si en millones de muertos podemos valorar la importancia de las plagas, aún estamos lejos de alcanzar el tercio de la población eurasiática que sucumbió a una calamidad similar en el siglo XIV, considerada la mayor pandemia que sufrió la humanidad. También es cierto que aquella se extendió por una década con brutales picos de un lustro y se cobró más de 100 millones de muertos.
El año que llevamos aislados, entre incrédulos, desorientados y negadores, también están lejos de una cifra que de multiplicarse tan siquiera aritméticamente, rebasaría generosamente la de aquella “muerte negra”.
Si antes el pueblo judío fue tomado como responsable, y su expiación llega hasta nuestros días, ¿será acaso su sustituto el pueblo chino en esta ocasión?, o los pobres, negros, o diferentes, como se empeña cada vez que tiene ocasión ese innombrable representante de lo peor del capitalismo, y sus aventajados aprendices de la mayoría de sus súbditos sudamericanos?
Mas allá de estos trogloditas; de las lucecitas montadas para escena, de los bienintencionados, ingenuos, o miserables defensores del modelo de vida consumista. De los no menos “benefactores y bienhechores inocentes”, hacedores de quimeras y positivistas vendedores de espejismos y ungüentos espirituales de fe, más allá de todo esto estamos nosotros, atribulados y temerosos ciudadanos carentes de sabiduría pero eruditos de información por mérito de malintencionados mercaderes de noticias falsas fomentadas por el odio, esperando nuestro turno en la cama de un hospital; metiendo la cabeza en un agujero soñando salvarnos solos, o haciendo mantras de bienaventuranzas invocando dioses salvíficos.
¿Es todo lo que podemos hacer?; y llorar sobre la leche derramada, o suscribirnos a la cofradía del santo reproche y la queja constante?, que de nada sirve. Rasgarnos las vestiduras y seguir soñando con las mismas cosas que nos condujeron hasta aquí, como si la “normalidad” a la que tanto aspiramos volver, se nos represente como lo máximo a lo que tenemos derecho.
Algún conocido, sin querer ya hablar del tema y que se negará seguramente a leer estas parrafadas, prefiere caer en la magia del optimismo surrealista y metafísico, que tomar partido por una racionalidad que hoy, y lo comprendo, tiene más que ver con el nihilismo que con la esperanza.
¡Pero algo tenemos que hacer!, por lo menos aquellos que de verdad seguimos celebrando la vida. Que sin desbarrancarnos por pendientes delirantes o utopías quiméricas sigamos apostando porque nuestro paso por esta dimensión deje una buena huella; esa mínima señal en el camino de los que, detrás nuestro, intenten alcanzar el horizonte de la condición humana auténtica.
¿Qué hacer?, tal vez esta pregunta, y todas las respuestas que provoque, sean la primera de las tareas conjuntas que deberíamos retomar; abandonando el enamoramiento en el que hemos caído de nuestras construcciones fátuas, morales, sociales, y políticas, y que hoy se demuestran acabadas.
Los invito a empezar
*Carlos Nieto
Oga Cultura y Transformación