A propósito de la voluntad*

Buena herramienta, aunque tan frágil e inocente que, como hermosa flor de un día, presume de todo su esplendor mientras empieza a agonizar, cuando aún ni siquiera vio la luz el último de sus pistilos.

Acicateada por el deseo idealista, y a su vez atrapada en la telaraña del escepticismo realista, se debate sin convicción a dar una batalla que siente perdida antes de iniciada. Buscamos en los falsos espejos que reflejan nuestra imperfección, las razones de la derrota, y castigamos al pájaro herido de nuestra voluntad enseñándonos aún más con ella.

Ensordecidos por las vociferaciones de una razón cruel y despiadada, rendimos anhelos y aceptamos resignados el nuevo fracaso; “no fuimos capaces; no supimos demostrarnos; nos faltaron agallas; somos débiles, etcétera”.

Allá lejos quedaron las ganas, las ilusiones, el entusiasmo. Y más acá la sensación de no poder, nunca, una vez más la sordidez de lo imposible. Descubrir el maravilloso estado del deseo cuando se realiza; cuando un sueño toma forma y, sin permiso, se hace un lugar en la realidad y la pinta de sus colores; transforma sus grises, cambia la monotonía de sus formas, introduce un timbre musical distinto al mediocre canto tedioso de la rutina.

Pobre voluntad. Nacida para comerse el mundo, y transformada en un estercolero de desengaños; una ciénaga de afanes que respiran fétidos alientos de muerte.

Hay antidepresivos; medicamentos para la ansiedad. Contra la melancolía y tranquilizantes para la euforia. Podemos dormir con somníferos, y hasta hacer el amor sin ganas. Todo gracias a la ciencia.

Hablar hasta por los codos con euforizantes, y parecer simpáticos, alegres y divertidos con estimulantes. No nos importa si todo ello es verdadero, o, en realidad, farmacológicas sugestiones en las que nos gastamos el dinero, nos envenenamos con sus efectos colaterales, o construimos existencias ficticias, de cartón piedra; escenografías fugaces de las que nada queda terminado el espectáculo.

Pero no se inventaron, aún, aquellas píldoras mágicas que sintonicen la voluntad y la ajusten a la medida de nuestros deseos. Y no se inventaron porque existen; nacemos con la capacidad de hablar, de escuchar, de mirar y copiar todo aquello que observamos y que conforma ese teatro real de la vida en el que somos meros actores secundarios, porque todos, en él, representamos la gran obra de la naturaleza.

Entre el hablar y el escuchar se instala el silencio. Entre el mirar y el contemplar la fascinación o el éxtasis.

Entre el movimiento y la inmovilidad, la quietud. Entre el pensamiento y el sentir, la serenidad y calma que nos conecta con otras realidades a las que la razón no llega.

Todo ello tal vez, es lo que nos proporciona la meditación; es barata, gratis diría yo. Está al alcance del suelo que nos brinda su firmeza; del aire que nos acaricia y nutre, del silencio como viajero de aventuras. Tal vez allí la voluntad se reencuentre con su esencia: imponerse a todos los obstáculos que nos alejan de nosotros mismos.

R/P

Les prescribo una meditación por día.

 

*Por Dr. Carlos Nieto