Si se preguntó acerca del nombre de la calle en que vive, su
curiosidad se asemeja a la que tenemos en la Gaceta. Estamos
investigando las vidas de las personas cuyos nombres identifican al
barrio, comenzamos con una historia curiosa, la de Marcelo Gamboa
¿el primer caso de justicia legítima?
Estudiando las desconocidas vidas de ilustres personas que
distinguen nuestro barrio, parece oportuno comenzar con la historia
de Marcelo Gamboa. En Versailles tiene 9 cuadras, desde la Gral. Paz
hasta Lisboa. Desde el año pasado, ya no es doble mano sino que
corre en sentido hacia Provincia. El 106, 109, 47, 21 y 80 pasan por
sus esquinas a diario.
Ahora, ya familiarizados con la calle aclaramos (y agradecemos) el
gran aporte del abogado Carlos Ríos quién llevó esta investigación
adelante.
En la historia de la abogacía existen personajes emblemáticos cuyas
actuaciones, en determinados momentos de sus vidas, han definido el
perfil ideal del oficio. Universalmente se sabe de valientes
abogados que, en la defensa de los intereses de sus clientes, se han
enfrentado al poder sin trepidar en las consecuencias de su osadía.
Marcelo Gamboa fue letrado y hombre público de Buenos Aires, supo
honrar su ministerio ejerciendo con, valentía y decisión.
Cuando asumió la defensa pública de los hermanos Reinafé, acusados
de haber instigado y facilitado el asesinato del General Quiroga, no
había constitución ni garantías. El debido proceso no existía y el
derecho de defensa no era más que una quimera. Los juicios se hacían
para guardar las formas y legitimar la sentencia dictada de
antemano.
En ese contexto la ímproba actuación de Gamboa en el proceso de
Barranca Yaco.
Barranca Yaco es un paraje enmarcado en la geografía subyugante del
norte cordobés. Está muy cerca de Sinsacate cuya posta, a la vera
del camino real, era un punto de enlace muy importante durante la
época colonial y las décadas posteriores a la independencia.
Allí, en un paisaje serrano cortado por talas, espinillos y
algarrobos, Facundo Quiroga cayó asesinado el 16 de febrero de 1835.
Fue emboscado por Santos Pérez y su partida cuando volvía de una
misión en el norte del país. Nadie de la comitiva que acompañaba al
general riojano salió vivo; ni siquiera un natural sentimiento de
piedad pudo arrebatar de la muerte a un niño que oficiaba de
postillón y llamaba desesperado a su madre. El crimen, al margen de
sus implicancias políticas, ganó pronta fama por atroz.
En Córdoba mandaban entonces los cuatro hermanos Reinafé: José
Vicente –el gobernador-, José Antonio, Guillermo y Francisco. Eran
hijos de un irlandés de apellido Queenfaith radicado en Tulumba en
el siglo XVIII. En pocas décadas logró amasar una considerable
fortuna de la nada y arraigar de tal forma al suelo cordobés que no
tardó en mutar su patronímico a la traducción literal, fundando un
efímero clan de caudillos.
Precisamente con Quiroga tenían los hermanos cuentas pendientes.
Había ofensas e inquinas personales originadas durante la Campaña
del Desierto, pero también muchísima desconfianza. El general
riojano era un peligro siempre latente para el clan. Ya había
intentado una vez apoderarse de Córdoba atizando el fuego de una
revolución finalmente sofocada, pero nada garantizaba que no fuera a
hacerlo nuevamente. Si aquél tenía éxito, el gobernador de Santa Fe
se vería también perjudicado pues habría perdido, a favor de su
socio de hecho, una provincia que le era adicta.
Amparados seguramente en la impunidad que les deparaba el hecho de
saberse prestadores de un servicio al General López, los Reinafé
planearon y encargaron el homicidio haciendo una errónea evaluación
de la reacción de las provincias y del resto de los caudillos.
Fueron poco precavidos y dejaron huellas por doquier de su criminal
encargo.
Producida la muerte de Quiroga y difundida la infausta novedad, el
dedo acusador de los pueblos no tardó en posarse sobre los miembros
del clan.
El gobernador José Vicente ordenó una investigación llevada a cabo
en Sinsacate. Una auténtica farsa montada para salvar las
apariencias y desviar la atención. Pero no lo consiguió. En Córdoba
todos sabían que Santos Pérez era el autor de la tragedia y que
había actuado cumpliendo órdenes del gobierno provincial.
La caída de la poderosa familia resultó inexorable cuando su último
anclaje y protector, el gobernador de Santa Fe, le soltó la mano.
Rosas, recientemente arribado al gobierno de Buenos Aires, se había
transformado en el principal acusador y López no tardó en plegarse a
su causa.
Ambos intimaron la dimisión de las autoridades de Córdoba,
emplazando a los Reinafé y sus cómplices a comparecer a juicio ante
Buenos Aires. José Vicente renunció el 7 de agosto de 1835. A partir
de entonces se sucedieron, uno tras otro, seis gobernadores en 21
días; pero sólo Manuel López, comandante del río Tercero, logró
consolidarse. Fue el único bendecido por el mandatario de Santa Fe,
sin cuyo concurso no era posible mantenerse.
El nuevo gobernador delegó en el de Buenos Aires su jurisdicción
para juzgar el delito. La muerte de Quiroga y el castigo de sus
asesinos se habían convertido en un emblema federal que Rosas
agitaba como bandera política para consolidar su absoluto poder.
Culpaba a los Reinafé como parte de una confabulación de unitarios.
Los hermanos y Santos Pérez pretendieron escapar cada uno por su
lado, pero todos fueron finalmente capturados. Los acusados fueron
llevados a la ciudad del Puerto en remesas sucesivas. Un antiguo
enemigo, el General Paz los veía pasar desde su prisión en Luján.
Notables abogados asumieron la defensa de los reos. El Dr. Marcelo
Gamboa era ya, por entonces, un reconocido letrado del foro porteño
que aceptó defender a José Antonio y José Vicente Reinafé. No ahorró
coraje ni recursos en el ejercicio de su ministerio, desplegando sus
dotes de exquisito jurista.
En un célebre escrito dirigido al juez comisionado, Gamboa
desarrolló argumentos de orden político y constitucional que minaban
la legitimidad del proceso seguido en contra de sus pupilos. No se
le escapaba la trascendencia de la causa y la agitación que ella
suscitaba en la opinión pública, pero advertía que “Justicia y no
venganza es el grito del Pueblo Argentino”, y llamaba a poner el
acento en la ley silenciando el murmullo de las pasiones.
Gamboa censuraba que el Gobierno de Buenos Aires tuviera
atribuciones para juzgar a los Reinafé, entre otros motivos, porque
en una circular anterior dirigida por Rosas al gobierno de Córdoba,
se aseguraba que los cuatro hermanos eran los responsables de la
muerte de Quiroga. “Todas las leyes – decía el defensor – aborrecen
que el que ha manifestado su juicio sobre cualquiera causa antes de
resolverse, pueda ser juez en la misma”.
El abogado denunciaba que un juez no podía ser imparcial en tales
circunstancias; una observación elemental y de sentido común en el
ejercicio cotidiano de la abogacía.
Como buen hijo de la Ilustración, Gamboa creía en las bondades de la
imprenta y, por tal motivo, solicitó permiso al gobierno para
publicar su escrito defensivo. Sabía que la opinión pública,
alimentada por el discurso oficial, ya había juzgado y condenado a
sus clientes. Con la difusión de su defensa pretendía,
probablemente, atenuar el rigor de esa condena, haciendo oír la
única campana que los Reinafé podían hacer sonar a su favor.
La petición exasperó a Rosas: “Sólo un unitario tan desgraciado como
bribón pudo concebir la idea de publicar en forma aislada la defensa
de los feroces ejecutores de una mortandad sin ejemplo en la
historia del mundo civilizado”. La incidencia fue resuelta, pues, no
sólo prohibiendo esa publicación, sino sancionando al letrado, entre
otros castigos, a no ejercer la profesión de abogado, ni hacer
escrito por más simple e inocente que sea, so pena de ser paseado
por la calles en un burro celeste o de ser fusilado si trataba de
fugar del país. “La crueldad – dice Cárcano -, está mezclada con la
burla, el vejamen con la risa, brota el sarcasmo como expresión de
la suma del poder”.
En virtud de la sentencia emanada por el juez supremo de la
confederación, Gamboa tuvo que dedicarse, durante el resto del
régimen, al desempeño de actividades más inocentes. El retiro
forzoso de la abogacía lo puso a matar el tiempo estudiando
medicina. Después de 1853 prestó destacados servicios a su
provincia.
El oficio de la defensa – observaba Rafael Bielsa – añade a la
condición y a los atributos del abogado una cualidad que define el
sentido de su profesión como defensor de la libertad y del derecho,
aún a costa de su propia tranquilidad, pues le obliga a la lucha, no
sólo contra el adversario sino también contra la arbitrariedad.
En esa lucha por el derecho, la defensa de los hermanos Reinafé por
el Dr. Gamboa es todo un ejemplo. Muestra al abogado en la soledad
de su ministerio batiéndose contra el poder, la pasión y el clamor
público, sin más fuerza que la razón, invocando las leyes
universales en auxilio de sus pupilos. Fue una actuación valiente,
aún a costa de hacer el ridículo paseando en un burro celeste o ser
fusilado si trataba de fugar.
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